Un imperecedero mito popular,
asímismo recogido en publicaciones académicas, mitifica el uso de este aparato.
La opinión tradicional es que el cinturón de castidad se usaba para garantizar
la fidelidad de las esposas durante largas ausencias de los maridos, y sobre
todo –nadie sabe porqué, puesto que no hay evidencias documentales que den
soporte a tal idea– de las mujeres de los cruzados que partían a Tierra Santa.
Quizás alguna vez, aunque no como utilización normal, la “fidelidad”
era de este modo “asegurada” durante periodos breves, unas horas o un par de
días –nunca por tiempo más dilatado. Una mujer cerrada con llave de esta manera
perdería en breve la vida a causa de las infecciones ocasionadas por
acumulaciones tóxicas no retiradas, por no mencionar las abrasiones y
laceraciones provocadas por el mero contacto con el hierro.
En realidad, el uso principal del cinturón era muy diferente: el de
constituir una barrera contra la violación, una barrera frágil pero suficiente
en determinadas condiciones, sobre todo en épocas de acuartelamiento de soldados
en las ciudades, durante estancias nocturnas en posadas o durante los viajes.
Sabemos por muchos testimonios que las mujeres se colocaban el cinturón por
iniciativa propia, hecho que algunas ancianas sicilianas y españolas aún
recuerdan en nuestros días.
Así llega a plantearse la cuestión: ¿el cinturón es o no es instrumento de
tortura? La respuesta ha de ser un sí inequívoco, puesto que esta humillación,
este ultraje al cuerpo y al espíritu, es impuesto por el terror del macho, por
el temor de sufrir a causa de la agresividad masculina.