Estos instrumentos
se usaban –y aún se usan, sin ornamentar pero en esencia invariadas– en formatos
orales y rectales, como el ejemplo aquí presente, y en formato vaginal de mayor
tamaño. Se introducían en la boca, recto o vagina de la víctima y allí se
desplegaban por medio del tornillo hasta la máxima apertura. El interior de la
cavidad afectada quedaba irremediablemente dañado. Las puntas que sobresalen del
extremo de cada segmento servían para desgarrar mejor el fondo de la garganta o
del recto, o la cerviz del útero.
La pera oral frecuentemente se aplicaba a los predicadores heréticos, pero también a seglares reos de tendencias antiortodoxas; la pera vaginal en cambio, estaba destinada a las mujeres culpables de relaciones con Satanás o con uno de sus familiares, y por último, la rectal a los homosexuales pasivos.
La mutilación de los senos y órganos genitales femeninos constituye una
costumbre omnipresente y constante a lo largo de la historia. Puesto que el
espíritu de la tortura es masculino, los órganos masculinos han gozado siempre
de una especie de inmunidad (no obstante ciertas excepciones); tal hecho conduce
a la hipótesis de un entendimiento hermanal entra la víctima macho y el
juez-verdugo macho, un entendimiento que debe haber sido establecido hace miles
de años en la naciente conciencia primordial. Y puesto que el espíritu de la
tortura es masculino, y en las tinieblas de su natura iniluminable el macho
permanece aterrado por los misterios de los ciclos y la fecundidad, pero sobre
todo por la congénita superioridad intelectual, emocional y sexual de la hembra,
esos órganos que definen la esencia femenina han estado siempre sujetos a la
ferocidad más cruenta, ya que él es superior sólo en fuerza física. De ahí los
siglos de cazas de brujas, con procedimientos innombrables.